domingo, 4 de marzo de 2012

Instantes soleados

Sentados el uno frente al otro, en dos asientos del tren regional que se dan la cara, hace ya dos horas que salieron de la estación de Granada, con destino a Algeciras. Durante todo el trayecto, no han hecho otra cosa que mirarse fijamente, o esquivarse la mirada conscientemente.

Jorge, vestido con cierto aire retro, con unos pantalones de pana de color verde aceituna, y una chaqueta de tweed sobre su impecable camisa blanca con cuellos a los años 70. Lleva las mangas abrochadas como ya casi no las lleva nadie, con gemelos, unos caros gemelos de oro, herencia de su difunto padre. El reloj, también heredado, hace ya tiempo que dejó los escaparates, aunque nadie que viva en este planeta desconoce la marca. Es curioso, y ni él mismo lo sabría explicar, pero el reloj lo luce en la muñeca derecha, a pesar de ser diestro. Sus zapatos negros van impecablemente abrillantados con betún, son de cordones -puesto que él está convencido de que un zapato sin cordones no es un zapato elegante- y dejan entrever unos calcetines punto blanco de canalé, cada vez que cruza las piernas, posando su tobillo sobre la rodilla de la pierna contraria, para apoyar sobre éstas el periódico, que hace como que lee desde hace más de una hora, aunque no se ha enterado de una palabra de lo escrito sobre el papel. De vez en cuando alza la mirada sobre la montura de sus gafas de pasta para mirarla a ella, que enfundada en su vestido blanco con girasoles estampados, se hunde en su asiento con la mirada de fastidio y desdén que sigue a la insatisfacción.

Su mano derecha sujeta un libro de pastas blandas, edición barata, que se empeña en mantener entreabierto con su dedo pulgar por la página 132, aunque daría igual que quitase el dedo, porque el libro, de puro viciado que está ya, se volvería a abrir por esa misma página, hiciera uno lo que hiciera. El libro es de una célebre autora cuyo nombre no acierto ahora a recordar, y que dicen las malas lenguas que plagia más que escribe, aunque a ella le gusta una barabaridad. No es hoy precisamente el día para demostrar tal devoción, ya que Paula no ha leído ni una sola palabra desde que el tren salió de la estación, y no es porque haya abandonado la lectura, embelesada por el sol, que se colaba a raudales por las grandes ventanillas del vagón, sino porque no ha quitado ojo ni un momento a Jorge, presa de esa difícil sensación de mutismo que la atenaza cada vez que discuten y ella no sabe qué coño contestarle, de esa sensación desagradable de conversación inacabada, de necesidad de explicaciones sin las cuales quizá mañana sea demasiado tarde, aunque es muy probable que si abre la boca sólo consiga estropear las cosas aún más.

Hasta que por fin, Jorge, cerrando el periódico de golpe, le dirige una de esas inequívocas miradas de "voy a decir algo", y le espeta: ¿Pero a ver, por qué?

¡Porque no! contesta Paula sin pestañear.

Jorge la mira durante un par de segundos con cara de rabia contenida, que en cuestión de décimas vuelve a mutar a cara de indiferencia, para volver, instantes después, a reabrir su periódico. El tren avanza a su ritmo pausado y traqueteante por los soleados campos de la provincia de Sevilla, mientras el dedo pulgar de Paula se aferra a la página 132 de su libro.